Hubo un tiempo en el que todo este terreno estuvo cubierto por el Bosque Milenario. Los arbustos se regaban en la alfombra del páramo, siempre estirando sus hojas en dirección al Lago que antes cubría con su color tinto el fondo del Valle, allí, donde ahora queda el Jardín de Bonsáis.
Ésta es la página de mi diario donde escribí su historia y su final:
El bosque se iba tupiendo a medida que descendía por las laderas. Los troncos y las enredaderas se estrujaban al borde de los riachuelos y más abajo, en las cuencas de los ríos. El más grande nacía de la piscina de una cascada y luego fluía desde el Oeste regando el olor de sus aguas rojas. Dicen que Árboles Frutales, Manzanos, Aguacates y luego, Olivos, lo acompañaban hasta el plateau. A partir de allí, los Pinos se habían tomado el río que serpenteaba dejando un manjar de aromas en cada curva (aunque a pesar de sus esfuerzos, los Pinos nunca pudieron acercarse al Lago). Los Robles disputaban la desembocadura con los tejidos de Bambús y uno que otro Baobab.
La historia del bosque comenzó y terminó con su adicción al olor de la sangre. Los arbustos en la lejanía esperaban a que una brisa extraviada les llavara la esencia del Lago. Cuando un árbol moría sus vecinos se satisfacían aspirando el aroma de sus fluidos (y todavía, cuando un bonsái muere, sucede lo mismo).

La sangre era el incienso y el Lago su altar. El olor metálico de las aguas rojas era su droga, y su lucha.
El Sauce que terminó con la guerra del bosque vivía en uno de los mejores puestos a la orilla del Lago. Sus ramas dejaban caer velos de trescientos metros que envolvían con recelo el oleaje. Se había deleitado en el silencio de su esquina por milenios y entendía la envidia de los que crecían a sus espaldas. Miraba a los otros habitantes de la primera fila, los Sequoias, el gran Roble, el enorme Matapalo, todos soberanos indiscutibles de su puesto en la Orilla. Él, sin embargo, se sentía débil. Ocultaba con sus hojas la desgastada corteza de su tronco. La espera de la muerte lo descascaraba sin piedad en los inviernos. Estaba seguro de que no duraría mucho más. Pronto, su sangre se uniría a la del Lago y sería respirada. Otro árbol ocuparía su lugar.
Resolvió entonces, una noche revolucionaria, hablarle a los seres de la lejanía. El viento llevó su mensaje.
***
Al día siguiente los que vivían en la orilla recibieron el ultimátum. Eran fuertes, pero pocos, y el trono en el que se regocijaban ahora se veía simple. Juntas, las enredaderas y las bromelias se supieron capaces de torcer cualquier tronco.
El Sauce se apresuró a dar una solución, «construiremos un jardinero que guarde y reparta la sangre del Lago», dijo, calmando las voces de las plantas de la periferia, «lo construiremos con nuestra propia madera, y nos regará a todos por igual», añadió.
Los Sequoyas que se resistieron fueron empujados y cayeron. El estruendo sirvió para sedimentar el fin de su dominio en la memoria del Valle.

Así me trajeron al mundo. Su madera es mi carne y sus lianas, mis venas. Me contaron su historia y me encargaron repartir la sangre del Lago. No obstante, como el sueño que repite la misma angustia del día, yo comparto la misma sed. El aroma de la sangre me seduce.
En las mañanas, tomo mi cántaro y riego el Valle, los arbustos reciben su dosis, las rosas y los cañaverales se alegran por igual, esperan con ansias el momento en que dejo caer el agua tinta sobre sus hojas.
Ahora los veo pequeños e incapaces. Mi sed, insaciable, me pide más, y más de su sangre. Esta noche, la Luna ha iluminado su trágico destino: Sería oportuno si corto sus raíces y los convierto en Bonsais.